11/30/2016

Los límites del control



Aunque en este lugar acostumbro a escribir en francés, esta vez lo haré en español puesto que si algún despistado llega aquí interesado por el tema, al menos en este momento, lo más seguro es que hable castellano. Me refiero a uno de los muchos momentos tremendos que tuvo el Festival de Mar del Plata: la presentación de los dos primeros episodios de La flor, de Mariano Llinás.
Lo que vimos no fue, pues, más que un teaser, en realidad, uno de tres horas, pero un teaser al fin y al cabo. Por esa razón no es fácil escribir de ella. Claro que tres horas bastan y sobran para ver por dónde van los tiros de una película, por larga que sea, pero insisto en ello porque la duración de La flor modifica poco a poco nuestra percepción de la película de forma mucho más sutil de lo que parece. Me explico: está claro que la aceptación o rechazo que pueda provocar están relacionados con la idea de control. El control del cineasta sobre el espectador (y La flor es una película que casi nos agarra de las orejas para meternos en la pantalla) e incluso sobre las actrices (no son ellas quienes rigen la puesta en escena, salvo en algunos momentos, claramente los mejores de la película -el largo intercambio entre Pilar/cantante y Laura/asistente, donde ellas transforman y dirigen la película, que  las sigue).
El control es un tema delicado: lo aceptamos en el cine clásico, ya bien embotellado, empaquetado, donde gracias a filtros perfectamente catalogados sabemos qué está bien y qué está mal (aunque se pueda discutir, deo gratias), y cuesta encontrar un cinéfilo que no celebre, por ejemplo, la capacidad de Hithcock para dirigir nuestra mirada y anticipar o decepcionar nuestras reacciones (se le llama el Maestro del universo y nadie lo percibe como peyorativo). Pero, en una película actual, control significa censura, imperialismo, ambición desmesurada, pomposidad. Salvo De Palma, Almodóvar o Tarantino, prácticamente no se acepta a ningún cineasta que nos haga sentir que estamos en sus manos y que nuestros ojos y orejas dependen de él. La flor comienza con un fragmento en el que Llinás nos explica cómo van a componerse los episodios. Puede parecer un recurso de cineasta avispado, de un listillo que pensó en todo y nos lo dice. Pero todo lo que Llinás pensó se reduce puramente a la forma, al relato y a la dramaturgia, es decir, lo mismo que interesaba a los cineastas sabelotodos clásicos y lo cual les diferencia de los sabelotodos actuales (Miguel Gomes, por ejemplo, piensa más en lo que existe fuera de su película que en esas tres cosas, de ahí que le salgan pobres juegos de moda). Por esta razón, es la duración misma de la película la que vuelve esta idea de control interesante. En primer lugar, por el siguiente desafío, arriesgado y aventurero: ¿Puede sostenerse un gesto tan desmesurado con las meras herramientas que otros muchos, sobre todo en Hollywood o acaso en el Powerty Row, usaron ya con maestría? En segundo lugar, porque el control se "desplaza" poco a poco. La duración y la sucesión de episodios diferentes (aunque sólo hayamos visto dos, ya se percibe), crea una especie de super star system warholiano en el interior mismo de la película. Conforme pasa el tiempo, nos identificamos a Laura, Pilar, Elisa y Valeria del mismo modo que uno se identifica más con Cary Grant que con Roger O. Thornhill. Es algo viejo y conocido pero una película como La flor, un cine como el de Llinás necesitaba de este "dispositivo" (si se quiere, palabra horrible), de esta duración, de esta fuga por la ficción, para que terminen siendo ellas las que nos controlen.
Ahí está precisamente lo delicado de esta (creo, gran) película en curso: hay que dejarla vivir, hay que dejarse agarrar por las orejas pues nada en ella se justifica por sí misma. Por ejemplo, el principio formal de "personaje en primer término + fondo fundido" (una chica en primer término llora, al fondo adivinamos un coche desenfocado, una figura que sale, que se acerca, que entra en foco, es un hombre) no es nada nuevo a estas alturas pero la duración de la película nos revela hasta qué punto se convierte en un juego formal en sí mismo, una fantasía abstracta (personajes enlutados que se alejan del foco y se desvisten, pasando de ser manchas negras a ser manchas blancuzcas). Más: una composición un tanto ingrata (ej: Laura mirando a través de una mirilla en primerísimo primer plano con una música hitochcockiana) puede convertirse en armónica (de pronto su ojo se mueve, expresa, y se pone en acorde con la música). Más todavía: la segunda historia comienza con un personaje grabando una canción. Su aspecto es patético, su voz peor aún, es un plano casi cruel. La historia avanza, comprendemos el dúo musical que forma con su pareja, y lo que en principio parecía ridículo se torna en armonía y concluye con la grabación final del tema con ambos presentes en la que todo encaja y ya no da risa.
La Flor es así, tiene algo incómodo, es una especie de cuadro en noche americana en el que nada trasluce si no se deja durar. Es un poco como Ivan Lendl, tenista que por ejemplo en Francia no gustaba por su aspecto hirsuto, su juego de fondo, su falta de alegría para subir a la red... pero que al final no sólo ganaba, sino que convertía lo que parecían recursos pragmáticos y antiestéticos en nuevas formas. La flor no es una película con excusas, sino una película sin facilidades. Una película que busca existir solamente por sí misma y para sí misma. Sólo falta saber ponerse enfrente y devolverle la pelota. Aún nos quedan dos sets.


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